Vida perra
Victor Voltio notas
de un emigrante XLIII
Nuestras miradas se cruzaban por primera vez en un paso
peatonal camino al trabajo por la mañana. Semáforo en rojo, esperábamos que se
parase la riada de coches que bajaba la avenida entre nosotros. Estaba en la
acera de enfrente. Guapa con su pelo castaño y su mirada tranquila. Ella
bostezaba y yo también mientras nos mirábamos. Verde. Pisábamos la calzada
cruzando en sentido contrario, yo pa´lla, ella pa´ca. Nada más, cada uno hacía
su destino, si es que teníamos alguno. En una panadería a la vuelta de la
oficina paré a comprar unas media lunas, como se llaman aquí los croissants,
para desayunar en el despacho mientras repaso los correos. Son muy ricas, con
sabor a mantequilla - las medialunas quiero decir, no los correos. Al día
siguiente, de camino para casa, la vuelvo a ver en el parque, quieta, tumbada
en el césped, contemplando a la gente como pasaba. Me detengo y le digo: “ven,
que te invito a cenar. ¿Te apetece?” Me miraba con su mirada profunda sin decir
nada y le insisto sonriendo: “ven, que vivo cerca, así no ceno sólo y ya veras,
te gustará”. Le hago una seña con la
mano con una leve inclinación del cuerpo como invitándola y por fin se pone de pie
para acompañarme. En el camino me mira alguna vez de reojo como valorando si se
puede fiar de mí y parece que me da el visto bueno. Y sí, llegados a casa, pasa
por el umbral de la puerta sin hesitar. Mientras preparo la cena, le cuento
cosas de mí y puesto los platos, come de buenas ganas y al poco rato se acomoda
y se queda dormida sin decir ni buenas noches. Por la mañana, cuando despierto,
ya está esperando sentada en el pasillo para que le abra la puerta para poder marcharse.
Le acaricio el lomo, abro y se marcha sin mirar atrás con el mismo semblante
como se ha venido. Le sigo con la mirada como se aleja por la acera y vuelvo a
mi rutina cotidiana.
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Lo que sorprende es la tranquilidad con la que participan en
la vida urbana. La vida canina es como una vida paralela a la de los humanos y
la convivencia parece funcionar sin altercados. Pocas veces se les oye algún
ladrido. Parece que saben buscarse el sustento, viven sin prisas ni
sobresaltos, de siesta en siesta. Son perros de nadie y, de algún modo, perros de
todos. En invierno, con el frio, muchos de los de pelo corto vestían mantas,
abrigos que les protegen del frio. Alguien se los debe de poner. Y quitárselo
en primavera. No he visto la abuela de turno poniendo un plato de comida para
los animales en la esquina, ni he pisado una sola vez una caca de perro como te
puede pasar en cualquier ciudad. Tampoco se ven platos de plástico vacíos volando
por ahí donde alguien les haya dejado comida. Pero parece que no les falta de
nada. En mi calle vive un grandulón negro como el azabache, mayorcito ya. Nos
saludamos cuando nos vemos como lo haría con un abuelo sentado en un banco
tomando el sol. ¿Saldrá en mi defensa por si me sale un villano para quitarme
lo que llevo de camino a casa por la noche? Tengo mis dudas. Pero le dejo algún
bocata con paté de vez en cuando, por sea caso.
Victor
Voltio
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