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lunes, 12 de enero de 2015

VIDA PERRA



Vida perra
Victor Voltio notas de un emigrante XLIII

Nuestras miradas se cruzaban por primera vez en un paso peatonal camino al trabajo por la mañana. Semáforo en rojo, esperábamos que se parase la riada de coches que bajaba la avenida entre nosotros. Estaba en la acera de enfrente. Guapa con su pelo castaño y su mirada tranquila. Ella bostezaba y yo también mientras nos mirábamos. Verde. Pisábamos la calzada cruzando en sentido contrario, yo pa´lla, ella pa´ca. Nada más, cada uno hacía su destino, si es que teníamos alguno. En una panadería a la vuelta de la oficina paré a comprar unas media lunas, como se llaman aquí los croissants, para desayunar en el despacho mientras repaso los correos. Son muy ricas, con sabor a mantequilla - las medialunas quiero decir, no los correos. Al día siguiente, de camino para casa, la vuelvo a ver en el parque, quieta, tumbada en el césped, contemplando a la gente como pasaba. Me detengo y le digo: “ven, que te invito a cenar. ¿Te apetece?” Me miraba con su mirada profunda sin decir nada y le insisto sonriendo: “ven, que vivo cerca, así no ceno sólo y ya veras, te gustará”.  Le hago una seña con la mano con una leve inclinación del cuerpo como invitándola y por fin se pone de pie para acompañarme. En el camino me mira alguna vez de reojo como valorando si se puede fiar de mí y parece que me da el visto bueno. Y sí, llegados a casa, pasa por el umbral de la puerta sin hesitar. Mientras preparo la cena, le cuento cosas de mí y puesto los platos, come de buenas ganas y al poco rato se acomoda y se queda dormida sin decir ni buenas noches. Por la mañana, cuando despierto, ya está esperando sentada en el pasillo para que le abra la puerta para poder marcharse. Le acaricio el lomo, abro y se marcha sin mirar atrás con el mismo semblante como se ha venido. Le sigo con la mirada como se aleja por la acera y vuelvo a mi rutina cotidiana.

 
La verdad es que los perros urbanos de Santiago se merecen un cuento y un homenaje. Hay muchos, miles, bien, cientos de miles, seiscientos mil decían el otro día en el periódico y están en todas partes, solitarios la mayoría, en grupos de tres o cuatro a veces, pasando el día en las entradas del metro, en los parques, en la calle. No tienen amo ni lo parecen echar de menos. Sin embargo, no son perros harapientos, no, se les ve bien alimentados, sanos, el pelo brillante, como recién salido de la casa que no tienen. A muchos se les nota la descendencia: a unos se les ve los genes de pastor alemán, a otros el Setter, hasta algún Bóxer de linaje bastante clara está entre ellos. Son de tamaño medio a grande, perros falderos no se ven, la calle no es su habitat. En la estación de autobuses, que fui el otro día, había por lo menos veinte que conviven con los empleados, los barrenderos, los policías y los tenderos.
Lo que sorprende es la tranquilidad con la que participan en la vida urbana. La vida canina es como una vida paralela a la de los humanos y la convivencia parece funcionar sin altercados. Pocas veces se les oye algún ladrido. Parece que saben buscarse el sustento, viven sin prisas ni sobresaltos, de siesta en siesta. Son perros de nadie y, de algún modo, perros de todos. En invierno, con el frio, muchos de los de pelo corto vestían mantas, abrigos que les protegen del frio. Alguien se los debe de poner. Y quitárselo en primavera. No he visto la abuela de turno poniendo un plato de comida para los animales en la esquina, ni he pisado una sola vez una caca de perro como te puede pasar en cualquier ciudad. Tampoco se ven platos de plástico vacíos volando por ahí donde alguien les haya dejado comida. Pero parece que no les falta de nada. En mi calle vive un grandulón negro como el azabache, mayorcito ya. Nos saludamos cuando nos vemos como lo haría con un abuelo sentado en un banco tomando el sol. ¿Saldrá en mi defensa por si me sale un villano para quitarme lo que llevo de camino a casa por la noche? Tengo mis dudas. Pero le dejo algún bocata con paté de vez en cuando, por sea caso.
Victor Voltio


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