Victor Voltio XLIV
Primavera en Santiago
Es primavera en Santiago. En primavera llueve en Santiago.
Llueve mucho. Pero no llueve agua, llueve pétalos. Pétalos de color morado del
Jacarandá, un árbol muy presente en las calles de Santiago. Si me siento a
comer en el patio de mi casa, seguro que acaban cayendo dos o tres flores en la
ensalada, es que también en el patio hay un Jacarandá. Bonitas son, las flores
del Jacarandá, pero ¿sabrosas? Regulín, pero el color morado queda bien entre
lechuga, cebolla y tomates. También llueve pétalos anaranjados de un árbol más
grande, se llama Granado, como me explica Pepa, que sabe más de botánica que
yo.
Por las mañanas cuando pedaleo al
trabajo, están las aceras cubiertas de un vaho morado y los barrenderos barren
pétalos en vez de cacas de perro. Al atardecer corre un perfume por las calles,
que no hay Chanel que pueda con ello. Arbustos, rosas y todo lo que crece
compite en que a ver quién echa las flores más bellas y escandalosas. Y luego
están las buganvillas, espectaculares, densas, de colores intensas, azules,
rojas, moradas, blancas. Sólo las conocía de las novelas de aventuras, cuando
el prota le tira los tejos a la princesa anhelada, como no, al amparo de una
buganvilla. Ahora tengo yo una en el
patio de mi casa y… ¿dónde está la princesa??
En mi barrio,
Bellavista, se vive bien. Entre el cerro San Cristóbal, un cerro-parque de
vegetación abundante con funicular para subir y una piscina en lo alto por un
lado y el Rio Mapocho por el otro hay casas de construcción baja, de aspecto de
pueblo castellano en el medio de la ciudad de 7 millones de habitantes. Les gusta
pintar las fachadas de colores chillones, amarillo, frambuesa, azul o verde
veneno. Como en toda la ciudad hay una franja de un metro de ancho que separa
la calzada de la acera, donde los vecinos plantan flores y setos. Rosas,
Hortensias y yo que me sé que más. Por eso huele tan bien en esta época. Bueno, hay alguno que pone césped artificial
entre los árboles, porque da menos trabajo, pero es la excepción. En una casa enfrente de la mía, todos los
viernes por la tarde se reúnen unos músicos de Jazz para ensayar. No son
principiantes, hay nivel de concierto de pago, el trompetista es excepcional. A
las siete y media empiezan, Herbie Hancock, Davis, Brubeck. Cuando se
calientan, me pongo una silla en la puerta, miro por encima de las Hortensias
hacía el atardecer y disfruto del momento. Poneos en YouTube: U3, cantaloope o https://www.youtube.com/watch?v=JwBjhBL9G6U y mientras seguís leyendo os ponéis la música
y entonces será casi como si estuvierais sentado conmigo en la puerta de la
casa con una cerveza en la mano compartiendo el rato.
A veces uno tiene suerte, también me podía haber tocado
enfrente una banda de Punk que intenta forjar un acorde entre el Do y el Mi a
la fuerza y a cien decibelios.
En el parque forestal,
al lado del rio, siempre hay vida. Muy de moda este año está la cuerda floja,
una cinta que se tensa entre dos árboles. Luego saltas encima y juegas con los
botes que das. Vistoso entretenimiento. En la calle tío ñoño, perdón, Pio Nono,
terrazas y bares, restaurantes para elegir. Músicos callejeros amenizan el
ambiente. Si pides una cerveza, una jarra de medio litro es estándar- nada de
cañas. Si pides una caña, te traen un vaso de vino. Pero no solo se bebe,
también hay cultura, galerías, espacios creativos, varios teatros. Muchos artistas viven en el barrio, mi casero
es pintor, al lado vive un auténtico mago.
Hace unos días, paseando, veo la
puerta del Teatro Cinema abierto, un cartel anuncia la presentación de un
libro, un libro sobre una alemana. “Ingrid Olderock, la mujer de los perros” se
llama el libro. Ya que no tenía nada que hacer en particular, entraba a
curiosear. Relata la autora del libro, la periodista Nancy Guzmán, que Ingrid
Olderock es hija de una familia alemana de ideología nazi, que emigró a Chile en 1946. Ingresó Ingrid en la DINA,
la secreta de Chile, en el 73, con el golpe de Pinochet. Era una de las pocas
mujeres que trabajaban en los centros de detención del régimen. Instruía a
otras mujeres en el arte de la guerra sucia y en interrogatorios. Pero ahí no
se quedó la cosa. Ingrid tenía un perro, un pastor alemán, de nombre Volodia. Y
la muy hija de puta se empeñó en adiestrarle al perro a violar a las
prisioneras. En una mansión en la calle Irán 3037, llamado “venda sexy” el
pobre animal obedecía a las órdenes de su dueña entre risas y aplausos de los
guardianes. Salí del teatro con ganas de vomitar. Es un episodio siniestro, pero es parte de la
realidad y del pasado chileno. Y está bien que no se cubra con un tupido velo
del olvido estas atrocidades, sino que se mantenga vivo el recuerdo, para que
nunca más se vuelvan a repetir.
Un cálido abrazo desde el país de
las frambuesas
Victor Voltio
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